24 de febrero de 2017
por
Elías El Hage
Vestía de un modo excéntrico: botas, pantalón con tachas y el saco con lentejuelas. Del cuello le colgaba una cadena con un Jesús de oro macizo y tenía los dedos cubiertos de anillos de todos los colores. El hombre se presentó ante el cantinero. Mientras se quitaba el sombrero mexicano dijo que era el dueño de un circo que se acababa de levantar en el baldío de la esquina de 11 de septiembre y Marconi. Tenía todo el aspecto de un gitano y, en efecto, lo era. Regenteaba un circo de poca monta que venía cruzando la provincia con tres carromatos de lástima y una sola atracción: el "número vivo" exageró el Gitano, más importante de América.
Los parroquianos dejaron las barajas. El Gitano se dio vuelta y lo primero que vio, con ese instinto que tienen los gitanos para los negocios, fue la robusta figura de Muchinga.
-¿Y de qué se trata la novedad? -preguntó el cantinero
-De mi oso africano -dijo el Gitano y preguntó de sopetón-. ¿Hay alguien acá que se atreva a pelearlo?
Todas las cabezas giraron en dirección a Muchinga. Era un vecino a quien Dios lo había dotado de una fortaleza física infrecuente; criado en el campo (detalle no menor a la hora de buscar el génesis de tamaño vigor, nunca en su vida había visto un oso en vivo y en directo.
-¿No hay ningún corajudo entre los presentes? -retó el Gitano.
Tenía sus razones para la búsqueda. Toda la economía real de su modesta empresa dependía del desafío que orquestaba en cada pueblo fantasma donde levantaba la carpa: tentar a un inconsciente con unos pocos pesos para meterlo adentro de una jaula a pelear con el oso que le curaba el hambre. Según comentó venía bajando desde Santiago del Estero y pensaba llegar a la Antártida sin que ningún mortal hubiera conseguido hacerle morder al oso el polvo de la derrota.
El Gitano se sentó a la mesa y abrió la negociación. Ofreció una pichincha irrelevante que los otros descartaron al toque. A la medianoche la negociación se había estancado en el barateo de los honorarios. "Todavía no sé si el caballero se las aguanta", le mojó la oreja el Gitano y eso bastó para que Muchinga aceptara el lance con dos condiciones previas: 1) Que le mostraran el oso a fin de poder estudiar a su contrincante. 2) Que le dieran una semana de entrenamiento a base de fuerza hasta ponerse a punto para el desafío. Era lo que el Gitano necesitaba para armar el show que pondría el circo de bote a bote. Luego cerró el tema económico en términos precapitalistas: ofreció una sociedad de riesgo que consistía en el pago de un cachet ajustado al porcentaje de entradas vendidas. "Llenando el circo vos te llevás dos mil pesos fuertes en el bosillo. Eso, claro, si salís vivo", deslizó el Gitano. Siete días después no quedaba una sola entrada en boletería.
Fue una noche que nunca más volvería a repetirse. El oso
pesaba 160 kilos y medía un metro noventa de altura. Era una bestia de temer.
La pelea duró 6 minutos. Calzados con guantes de boxeo, Muchinga y el oso se
trenzaron en un combate infernal que tuvo mucho de catch, el arte de la pelea
cuerpo a cuerpo, y algo de boxeo. Se proclamaría ganador al que tumbara dos
veces a su adversario. Cuando lo soltaron adentro de la jaula Muchinga
sorprendió al oso con la primereada: se le tiró encima, lo abrazó con todas sus
fuerzas y lo tacleó. El oso rugió y se vino abajo como un muñeco descoyuntado.
La popular bramó enloquecida y el Gitano, preocupadísimo, agarró una lanza y
empezó a pincharle los testículos al animal para enfurecerlo. Y vaya si lo
consiguió. El oso se levantó como un rayo, con los govelines ardiendo, lo
apretó a Muchinga contra la reja y una vez que lo pudo calzar lo revoleó por el
aire dejando el duelo
Entonces el crédito local se puso de pie y en ese segundo definitivo supo que debía jugarse el resto a todo o nada. Apenas se reincorporó pegó un salto eléctrico que tomó desprevenido al oso; luego lo trabó, le metió el pulgar del guante en el ojo, y lanzado a la gloria demolió al oso a trompada limpia como nunca nadie lo había hecho jamás, hasta que la bestia, soltando espuma por la boca, se derrumbó exhausta sobre el piso de hierro gélido de la jaula, en medio del tronar de la multitud que convirtió a Muchinga en Apolo, en Ulyses, en el dueño de una epopeya única y singular, en el único vecino que le ganó una pelea a un oso desde la fundación hasta nuestros días. El Gitano pagó peso sobre peso y antes de agarrar la ruta con sus tres carromatos de lástima y su bestia humillada soltó lo que sería un reproche alumbrado por el disgusto y la admiración: "¡Muchinga, carajo! ¡Casi me matás al oso!", gritó. Con el tiempo la historia se convertiría en leyenda.
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