21 de julio de 2016

CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

CRÓNICAS DEL PAGO CHICO. Conjeturas sobre el Loco de la Botella

por
Elías El Hage

Así, durante tres meses trastocó la siesta provinciana y el manual de las buenas costumbres. Para convertirse en un personaje inasible como el apodo con que se lo bautizó entonces: el Loco de la Botella. Como todo loco -suerte de border inclasificable- terminó convirtiéndose en la pesadilla de toda la barriada. Sus actividades se reducían a bombardear con fragmentos de vidrio el portón de la casa de una vecina que vivía enfrente, a la que creía Susana Giménez. La policía nunca lo detuvo ni tampoco pudo dar con el depósito donde guardaba sus inacabables botellas. Un verdadero misterio. Una mañana, de golpe, tal como había llegado, el Loco de la Botella se llamó a silencio y desapareció por siempre jamás.

 

En primer lugar: ¿estaba loco? ¿Y por qué? ¿Porque arrojaba restos de vidrios al espacio vacío desde su catacumba invisible? ¿Porque no se materializaba bajo la osamenta de la Realidad? ¿Cuántos abogados, periodistas, fabuladores, difamadores con micrófono, médicos, maestros y relatores de fraudes cotidianos arrojan al espacio sus palabras de vidrio molido?

 

Pero, ¿quién fue en realidad el Loco de la Botella? Locura y botella no son sinónimos, y el vidrio no decreta per se portación de demencia. Si nuestro insumiso vecino, en cambio, hubiera arrojado margaritas deshojadas o pétalos de rosa al aire tandileño, ¿lo habríamos considerado un tipo cuerdo? Sospecho que también se habría ganado el mote de Loco. Como el Loco Paco. Como el Loco Cachafaz. El Loco de los Pétalos de Rosa.

 

En segundo lugar: ¿por qué no se le acababan las botellas? Respuesta tentativa: porque se las proveíamos nosotros, que luego de vaciarlas con el objeto de sostener nuestra propia cordura nos deshacemos de ellas como quien se libra de una culpa. Ergo: la botella contiene el vino; el vino convoca al olvido; el olvido es un bálsamo frente a tanta desdicha. Pero las botellas, vacías al fin, tienen su propio cementerio y un loco que las cuida. Todos los días los escombros de vidrio zumbaban el aire e iban a estamparse contra un portón de brusca fama. Del otro lado habitaba el conjuro de esta historia. La razón del mito. Una mujer imposible, un amor contrariado. Pero el Loco de la Botella propuso otra metáfora contra las previsibles imágenes del macho desquiciado por amor. No se emborrachó en un bar de los suburbios, no salió de putas, no se tiró del Murallón del Dique. No fue al bailongo a intentar conquistas efímeras. No le dijo a su ex en la puerta del Juzgado: "Volvamos a empezar". No.

 

El Loco de la Botella, recluido en su vidriada cueva, decidió no darle un solo minuto de sosiego al barrio ni al sistema que, azorado, lo barateó con loqueros y policías. En vez de hacerle llegar un filósofo, o la musa no retornable, o el I?Ching, el libro de las mutaciones, le mandaron al entonces Director de Seguridad, que en ese momento era el abogado Gabriel "Paco" Masson. (Digresión: Masson habría de inaugurar el salto con garrocha pasando de las filas del lunghismo al bossismo hasta llegar a ser presidente de la UDAI de la Anses. Cuando Scioli perdió las elecciones con Macri se quedó aposentado en el sillón esperando las novedades, aunque -como muchos funcionarios- ya gozaba de la tranquilidad de la planta permanente. Un día le comunicaron que debía dejar la jefatura, un cargo político que cesa al cesar el gobierno para el que se trabaja. Allí entonces Masson pronunció su frase inolvidable. "No pensé que iba a ser tan  pronto"). ¿Necesitaba, para irse del cargo, una lluvia de vidrio molido? Ignoramos qué le dijo el Loco de la Botella cuando Masson, quien entonces reportaba para el gobierno comunal, lo fue a ver envuelto en el sobretodo de la cordura. Tal vez se haya reído con leve sorna habida cuenta de que en ese tiempo, por ejemplo, un periodista que había llegado al Concejo Deliberante se lo habría de conocer bajo el mote del concejal etílico. Su apego al alcohol fue uno de los aportes macondianos para que aquel legislativo inefable (donde otro edil justicialista de humor aporteñado le regaló un adoquín a su par radical) alcanzara el neologismo de Concejo Delirante. ¿Quién estaba más loco entonces? ¿Los que bebían el trago agrio de la realidad, día a día, cumpliendo fervorosamente con todo aquello que se detesta: una esposa embalsamada, un trabajo de esclavo, una vidita  de purgatorio, una vejez de infierno, o el personaje que en la soledad metafísica de su caverna le reclamaba un minuto de atención a su objeto de deseo? ¿Quién está más loco en el país del grotesco donde un convento se convierte en un banco habitado por monjas de clausura que de madrugada le abren la puerta al revolucionario Lopecito, el coimero-valijero de los ladrones? En un país cuya realidad fantasmagórica derrotó a la ficción, justo sería al menos dudar sobre lo que básicamente conocemos bajo el rango de locura.

 

El Loco de la Botella fue un personaje oscuro. No convocó al pensamiento mágico ni a la belleza. Probablemente haya tenido que ver con nuestra conciencia moral, con la culpa de haber estado alguna vez enamorados tan honestamente locos como él, y la vergüenza de ya no ser. Por aquello que dijo Dolina: "Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a esa miserable resignación que algunos llaman madurez".

 

El Loco de la Botella resultó un mito moderno, un fantasma fugaz. Estaba convencido de que la mujer que vivía enfrente de su caverna era Susana Giménez y le reclamaba, al menos, un momento de atención. Bebía por ella y luego lo que quedaba de esa botella vacía y destruida volaba por el aire en busca de su destinataria. Ni jazmines, ni perfumes, ni bolsos repletos de dólares. Botellas. Por eso en el barrio no podían con él. Porque en el fondo no existe sino como una alegoría de la locura del amor convertida en vidrio, en botella alada que el viento se llevó.


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