Así, durante tres meses
trastocó la siesta provinciana y el manual de las buenas costumbres. Para
convertirse en un personaje inasible como el apodo con que se lo bautizó
entonces: el Loco de la Botella. Como todo loco -suerte de border
inclasificable- terminó convirtiéndose en la pesadilla de toda la barriada. Sus
actividades se reducían a bombardear con fragmentos de vidrio el portón de la
casa de una vecina que vivía enfrente, a la que creía Susana Giménez. La
policía nunca lo detuvo ni tampoco pudo dar con el depósito donde guardaba sus
inacabables botellas. Un verdadero misterio. Una mañana, de golpe, tal como
había llegado, el Loco de la
Botella se llamó a silencio y desapareció por siempre jamás.
En primer lugar: ¿estaba
loco? ¿Y por qué? ¿Porque arrojaba restos de vidrios al espacio vacío desde su
catacumba invisible? ¿Porque no se materializaba bajo la osamenta de la Realidad? ¿Cuántos
abogados, periodistas, fabuladores, difamadores con micrófono, médicos,
maestros y relatores de fraudes cotidianos arrojan al espacio sus palabras de
vidrio molido?
Pero, ¿quién fue en realidad
el Loco de la Botella?
Locura y botella no son sinónimos, y el vidrio no decreta per se
portación de demencia. Si nuestro insumiso vecino, en cambio, hubiera arrojado
margaritas deshojadas o pétalos de rosa al aire tandileño, ¿lo habríamos
considerado un tipo cuerdo? Sospecho que también se habría ganado el mote de
Loco. Como el Loco Paco. Como el Loco Cachafaz. El Loco de los Pétalos de Rosa.
En segundo lugar: ¿por qué no
se le acababan las botellas? Respuesta tentativa: porque se las proveíamos
nosotros, que luego de vaciarlas con el objeto de sostener nuestra propia
cordura nos deshacemos de ellas como quien se libra de una culpa. Ergo: la
botella contiene el vino; el vino convoca al olvido; el olvido es un bálsamo frente
a tanta desdicha. Pero las botellas, vacías al fin, tienen su propio cementerio
y un loco que las cuida. Todos los días los escombros de vidrio zumbaban el
aire e iban a estamparse contra un portón de brusca fama. Del otro lado
habitaba el conjuro de esta historia. La razón del mito. Una mujer imposible,
un amor contrariado. Pero el Loco de la Botella propuso otra metáfora contra las
previsibles imágenes del macho desquiciado por amor. No se emborrachó en un bar
de los suburbios, no salió de putas, no se tiró del Murallón del Dique. No fue
al bailongo a intentar conquistas efímeras. No le dijo a su ex en la puerta del
Juzgado: "Volvamos a empezar". No.
El Loco de la Botella, recluido en su
vidriada cueva, decidió no darle un solo minuto de sosiego al barrio ni al
sistema que, azorado, lo barateó con loqueros y policías. En vez de hacerle
llegar un filósofo, o la musa no retornable, o el I?Ching, el libro de las
mutaciones, le mandaron al entonces Director de Seguridad, que en ese momento
era el abogado Gabriel "Paco" Masson. (Digresión: Masson habría de inaugurar el
salto con garrocha pasando de las filas del lunghismo al bossismo hasta llegar
a ser presidente de la UDAI de la Anses. Cuando Scioli perdió las elecciones
con Macri se quedó aposentado en el sillón esperando las novedades, aunque
-como muchos funcionarios- ya gozaba de la tranquilidad de la planta
permanente. Un día le comunicaron que debía dejar la jefatura, un cargo
político que cesa al cesar el gobierno para el que se trabaja. Allí entonces
Masson pronunció su frase inolvidable. "No
pensé que iba a ser tan pronto").
¿Necesitaba, para irse del cargo, una lluvia de vidrio molido? Ignoramos qué le
dijo el Loco de la Botella cuando Masson, quien entonces reportaba para el
gobierno comunal, lo fue a ver envuelto en el sobretodo de la cordura. Tal vez
se haya reído con leve sorna habida cuenta de que en ese tiempo, por ejemplo,
un periodista que había llegado al Concejo Deliberante se lo habría de conocer
bajo el mote del concejal etílico. Su apego al alcohol fue uno de los aportes
macondianos para que aquel legislativo inefable (donde otro edil justicialista
de humor aporteñado le regaló un adoquín a su par radical) alcanzara el
neologismo de Concejo Delirante.
¿Quién estaba más loco entonces? ¿Los que bebían el trago agrio de la realidad,
día a día, cumpliendo fervorosamente con todo aquello que se detesta: una esposa
embalsamada, un trabajo de esclavo, una vidita
de purgatorio, una vejez de infierno, o el personaje que en la soledad
metafísica de su caverna le reclamaba un minuto de atención a su objeto de
deseo? ¿Quién está más loco en el país del grotesco donde un convento se
convierte en un banco habitado por monjas de clausura que de madrugada le abren
la puerta al revolucionario Lopecito, el coimero-valijero de los ladrones? En
un país cuya realidad fantasmagórica derrotó a la ficción, justo sería al menos
dudar sobre lo que básicamente conocemos bajo el rango de locura.
El Loco de la Botella fue un personaje
oscuro. No convocó al pensamiento mágico ni a la belleza. Probablemente haya
tenido que ver con nuestra conciencia moral, con la culpa de haber estado
alguna vez enamorados tan honestamente locos como él, y la vergüenza de ya no
ser. Por aquello que dijo Dolina: "Cualquier
cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a esa miserable resignación que
algunos llaman madurez".
El Loco de la Botella resultó un mito
moderno, un fantasma fugaz. Estaba convencido de que la mujer que vivía
enfrente de su caverna era Susana Giménez y le reclamaba, al menos, un momento
de atención. Bebía por ella y luego lo que quedaba de esa botella vacía y
destruida volaba por el aire en busca de su destinataria. Ni jazmines, ni
perfumes, ni bolsos repletos de dólares. Botellas. Por eso en el barrio no
podían con él. Porque en el fondo no existe sino como una alegoría de la locura
del amor convertida en vidrio, en botella alada que el viento se llevó.