Hacerle cosquillas a la rutina; sacarle la lengua a un fichero y ponerle un escarbadientes atravesado al engranaje de la máquina de hacernos salchichas uniformes, es ir un lunes al Cine Incaa. 

El espectador de ese ritual a contramano sube las escaleras del Centro Cultural Universitario de la Unicen como envuelto en un aura de misterio y exclusividad; pero también de cierta hermandad con los otros locos de ahí, por qué no decirlo. 

Sentarle y descubrir que hay otros placeres y felicidades, sin fuegos artificiales ni exceso de saborizantes es un descubrimiento personal y fascinante, no apto para resultadistas precoces.   

En La crecida, por ejemplo, la película de Ezequiel Erriquez, que muestra a una familia que debe irse de Panambí, un pueblo ubicado en la frontera entre Argentina y Brasil que será inundado por la construcción de una represa, los protagonistas -que no son actores profesionales- conmueven masticando la mayor tristeza en absoluto silencio; dejando apenas ver el brillo de una lágrima; permitiéndonos observar, como quien espía por una ranura, todo un universo que es antónimo de nuestras vidas.

Un grupo de niños que es feliz en una guerra de barro a orillas del río; la pequeña nieta que logra una profunda conexión con su abuelo a punto de morir sin casi emitir palabras y el entierro del viejo por parte de sus descendientes en un funeral tan austero que no tiene siquiera cajón, son solo algunas de las escenas que no hacen anhelar ningún final deslumbrante; que sólo despiertan el amor por la contemplación de los otros, algo pasado de moda, pero imperdible para quien tenga ganas de echarse a volar.