OPINION
02/12/2024
Por Alejandro Latorre
Bajar al subsuelo de la Biblioteca Rivadavia, escuchar al maestro de ceremonia - porque ir al cine es eso, es concurrir a una ceremonia- Ernesto Palacios; sentir la presencia de Julio Varela, de Eduardo Saglul, de Juan Perone, otro de esos maestros del periodismo que se hizo a escenas y escenas para pintar nuestra aldea. Seguir con Torre Nilsson, Antín, Borges, Arlt y Güiraldes sobre nosotros todos los días, todas las noches, picoteándonos el marote a pura inteligencia. Continuar la senda del buen gusto en el Teatro de la Confraternidad con la Banda municipal y la parla seductora de Alonso y ese entrenamiento de la sensibilidad al que no se accede así nomás. Refrescarse la cara con la lluvia antes de ingresar al Multiespacio cultural y quedar atrapados en los cortos de la pibada de este tiempo preocupada porque el mundo sea un territorio de igualdad y de paz. Volver a la sala INCAA donde el gran Lester nos enamoró de Coco y de su luna; abrazar con silencio a la hija de la psiquiatra que creó belleza con la partida de su madre víctima de alzheimer y terminar bailando desaforados rock con Prodan y la Bigornia. Eso fue el 21 Tandil Cine. Fue respirar todo eso y mucho, mucho más; fue advertir el ingreso de las gotas de las artes por los ojos y por los poros para que siga macerando la emoción en nosotros vaya a uno a saber por cuánto tiempo más.
Por eso, este escribiente agradece lo vivido y cree que, tras esos baños de magia singular, el tiempo viene ya no será igual.
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