EL COFRE DE LOS RECUERDOS

¿Visitas inesperadas? Epidemias en la frontera de Buenos Aires en el siglo XIX

24/06/2020

Por Lucas Bilbao y Marcelino Irianni IEHS - IGEHCS - CONICET UNICEN

A mediados del siglo XIX, viruela, escarlatina, sarampión, fiebre tifoidea, cólera y viruela eran moneda corriente en las grandes concentraciones sociales, en el viejo y el nuevo mundo. Con Sarmiento como presidente, al finalizar la guerra con Paraguay comienza un trienio surcado por dos epidemias que zamarrearon el Río de la Plata: cólera y fiebre amarilla. Entre 1867 y 1871, los soldados que volvían de la selva paraguaya y los extranjeros que habían decidido probar suerte en esta parte del mundo se repartieron las culpas sobre la llegada de estas pestes a Buenos Aires. Los saladeros formaron parte del problema, luego asumido, por arrojar sus desperdicios al riachuelo en la zona de las barracas, al sur de la ciudad. Todos tenían algo de razón, aunque difícil de probar con  la Sanidad en formación y una justicia inexperta en estos temas.
Como fuera, en ámbitos donde la violencia y la muerte eran parte del paisaje cotidiano, los virus encontraban puertas abiertas, espacios donde moverse, sitios donde alojarse y arraigarse antes de ser descubiertos. Polizones en barcos y maletas, en carros y bultos, las bacterias podían ser parte de las migraciones humanas, de los traslados de gente a pueblos del interior, de movimientos del ejército hacia alguna de las fronteras. La ciudad de Buenos Aires había tenidos casos de cólera en 1818, 1832 y 1848, aislados en distintos barrios, no percibidos por el resto de la sociedad en una época de pocos periódicos y muchos analfabetos. Así, en la segunda mitad del siglo XIX, las epidemias se presentan como visitas inesperadas de alguien que asegura haber estado antes pero que nadie recuerda. Esa situación, repetida entre 1868 y 1898, no preparó el espacio para recibir una visita inoportuna, que incomodaba pronto a los moradores del  hogar y como si fuese poco, se instalaba demasiado tiempo, tanto que provocaba que algunos familiares se fuesen para no volver. El país era el espejo de esas casas modestas, con pocos recursos para recibir a alguien, mucho menos a un virus. En épocas de más tranquilidad que bonanza -en el caso argentino entre guerras civiles o con países vecinos-, los gobiernos construían edificios indispensables, ensanchaban calles, emprendían obras de agua o alumbrado, hacían plazas y estatuas, armaban a la policía. Eran momentos de recursos escasos, proyectos para sociedades sanas, fe en que el medio ambiente no sacudiría el paisaje con una inundación, una seca, un tornado y menos, una epidemia.

La peste comienza con un caso o un puñado, si llega en un transporte como los inmigrantes o en una columna del ejército que vuelve de la selva paraguaya. En cada episodio pandémico, se abre un abanico de historias particulares, contagios inesperados, lugares donde se perciben los primeros síntomas de la enfermedad. En manos del azar, puede ser una ciudad con hospitales cercanos o un pueblo con un facultativo que anda en el campo visitando pacientes y un curandero que mezcla yuyos de los alrededores acopiados en una bolsa. También puede suceder durante el viaje hacia un sitio antes que se desencadene la peste o durante la misma. En una de las epidemias del siglo XIX la estadística anotó el deceso de un par de niños durante el traslado de Buenos Aires a Tandil. Los familiares recuerdan el pesar de sus ancestros obligados a enterrarlos a la vera del camino, en intentos tan desgarradores como desesperados por erradicar el contagio en el carromato. Eran días difíciles de almanaques interminables, esos que quedaban olvidados por el desgano de cambiar de estación o mostrar un paisaje agradable colgando de una pared descascarada. Papeles en los que ocasionalmente la muerte sobresalía sobre apuntes de fiestas patrias y cotidianeidades como un santo en la que había que saludar un pariente, hacer un pago o rezar por un cobro. La falta de medios de información, el analfabetismo y la noticia transformada en rumores jugaban a favor de calendarios hechos a la medida de las bacterias. Un inmigrante podía zarpar eufórico hacia América y morir un día después de bajar la explanada del buque, envuelto en sábanas rotas que nadie quería cargar hasta la vereda del conventillo. Pero un carretero, podía ir hasta Azul a llevar vicios para las tolderías encargado por el Gobierno y comenzar a cruzar gente amarillenta, vomitando en la entrada de los pueblos que cruzaba. Un rato más tarde, una nube de polvo en un camino hecho por hormigas con sombrero y boinas que pasaban seguido, llegaba a la vista del carretero antes que una volanta con alguien tirado en la cajuela que pasaba rauda buscando un médico, un chamán o un cura para un ser que todavía respiraba.

Pese a sufrir pestes de dimensiones dantescas como la de 1347, la humanidad había olvidado aquel castigo pensado como divino. Pocos europeos sabían, en sus aislamientos, cortas vidas y recorridos rutinarios, que la peste negra dejó más de 25 millones de muertos. Resulta más fácil que  llegasen a saber que mucha gente anduvo con sus familiares muertos sobre carros o al hombro buscando una hoguera donde les permitiesen quemarlos. Lo terrible puede grabarse a fuego o penetrar tan profundo que casi no se recuerda. La pertenencia social brindaba puertas de hierro o cuero a las noticias que buscaban anidar en sus almas. Para la mayoría que buscaba paliar el hambre en 1347 o escapar de los campos sin encontrar lugar en las primeras fábricas en la Europa de la primera mitad del siglo XIX, no debió ser el momento de tomar consciencia sobre un fenómeno que no era peor que sus existencias cotidianas. Para la mente de campesinos que habían atravesado tantas pestes en animales de sus campos, aquello podía regresar o pasar inadvertido en brotes regionales que superaban el cambio de estación o una helada temprana. Como sea, la ciencia en pañales y la medicina con islas de desarrollo en mares de duda y experimentos, convertían cada aparición epidemiológica en una especie de monstruo a la que había que enfrentar sin armas apropiadas o huir, al menos los que podían.
Como si fuese una colonia de ratas que envía el ejemplar más viejo a probar un alimento extraño, la peste presentaba casos, incomprensibles, antes de aparecer con la virulencia que las caracteriza.

"En el año 1865, cayó enferma una mujer en una casa de la calle Méjico, de oficio cocinera. Las personas que la atendieron notaron que al poco tiempo de enfermarse su cuerpo estaba helado y su voz se había debilitado. Esta enferma fue atacada desde el principio por vómitos y diarrea como agua clara. El doctor Leslie, luego de examinarla dijo a los presentes: 'Pobre Buenos Aires si algún día esta enfermedad se hace epidémica, porque se llevará la mitad de la población'. Era cólera mórbus".
En esa ocasión la visita fue corta, pero alcanzó a llevarse una vida. No volvió hasta principios del año 1867, irónicamente a fines del verano, cuando apareció en Rosario. El día 15 de marzo el doctor Corradi observó el primer caso de cólera morbus epidémico en una casa próxima al puerto, habitada por un crecido número de personas que ocupaban cuartos húmedos y mal ventilados. Los casos afectaron gente poco acomodada que vivía próxima a los focos de infección, así como en los ranchos situados en el bajo de la ciudad. Era una visita inesperada, pero que encontraba comodidad y gustaba quedarse en las viviendas modestas, precarias. En mayo, el cólera sumaba 487 casos.
Eran enfermedades desconocidas incluso para los médicos formados, novedosas por el impacto en los cuerpos de los contagiados y el terror que desataban en la población. El aviso de un caso de fiebre amarilla en enero de 1871 en San Telmo, recorrió la ciudad como una ventisca fría, a veces con personas que dejaban imprevistamente la conversación para juntar la ropa que se caía de sus valijas de cartón en la huida. ¿Cómo se manifestaban los síntomas de estas enfermedades?
"La fiebre amarilla, en su fase más avanzada se caracteriza por atacar el hígado, generando hemorragias por la nariz, la boca, el estómago y el recto, además del característico color amarillo en la piel y pupilas. Completa el cuadro de síntomas, períodos de alta fiebre, delirios y estertores. El cólera, por su parte, se caracteriza por diarrea y vómitos agudos, que en su momento más álgido produce una rápida deshidratación del cuerpo, acompañada de fiebre, calambres muy intensos en la región abdominal, presión arterial baja y pérdida de temperatura corporal. La manifestación física de este colapso se expresa a través de la coloración azul cianótica de la piel y el hundimiento de las cuencas oculares. Junto con la postración y decaimiento severo del cuerpo, producto de la deshidratación, le otorgan al enfermo un aspecto severamente lívido, como si ya estuviera muerto. Sin embargo, y a diferencia de la fiebre amarilla, durante buena parte de la enfermedad el sujeto está consciente, no tiene episodios de delirios, lo que otorga un tono más dramático a este cuadro, mostrándonos una imagen cadavérica del enfermo, pero con plena conciencia de ello. Además, todos estos síntomas se manifestaban muy rápidamente y el enfermo puede morir en el transcurso del día" (Fiquepron, 2018).

Desde las callejuelas húmedas de Buenos Aires, el cólera saltó de pueblo en pueblo como un caballo de ajedrez, evitando algunos caseríos por azar o como si eligiese los puntos donde golpear. La gente dudaba entre el encierro o comenzar a moverse, como si un par de corazonadas indicaran la salida del laberinto de una peste. Las bacterias viajaban como panaderos del diente de León al viento. Había algo de azar en sus virajes, que al principio parecieron sociales, luego geográficos o estacionales, al final, bíblicos. No flotaba sobre la inmensidad de la pampa ni seguía un derrotero  lineal. Saltaba del estornudo de un jinete a la ventanilla de una galera en la que se asomaba una anciana, en un cruce de caminos. Luego de una parada en una fonda tomaba hacia el oeste, en el rostro rosado de un bebé que acarició la anciana. En la entrada de un pueblo, junto a una cuna donde lloraban los padres de un niño por no llegar a consultar un médico, seguía viaje con un inmigrante al que le faltaba poco para llegar a destino. Lo guiaba un dibujo con aspiraciones de mapa al que miraba de tanto en tanto para dar con su primo domiciliado en Arenales. Así, como el polen, llegó a lo que luego sería Ayacucho, pero también siguió hacia Saladillo, Las Flores, Dolores, Tandil e incluso a algunas tolderías cuyos chamanes no tenían más poder que el cura para detener los contagios o expulsarlos de sus límites. El 7 de enero de 1868, el presidente de la Municipalidad de Arenales, escribía al ministro de gobierno, Nicolás Avellaneda para plantearle:

Desgraciadamente el flagelo reinante se ha desarrollado en este Partido de una manera alarmante. Es imprescindible, que la acción oficial se haga sentir particularmente en el seno de las familias, que se hallan en la condición de menesterosas. Por esto espera el que suscribe que al hacerle saber a la superioridad, ha de influir para que se envíen a este juzgado los recursos que considere del caso para con ellas atender de un modo conveniente todo aquel que sea atacado del cólera y que carezca de ellos. La carencia absoluta de fondos de la administración de estos partidos hace imperiosa la cooperación del Superior Gobierno, que no duda el que suscribe, que en atención a la situación sensible, porque pasamos, ha de proveer de conformidad a lo pedido.
Dios guíe a Ud. muchos años


A los pocos días, Avellaneda respondía:
Contéstele al Presidente de la Municipalidad que se le autoriza para hacer los gastos indispensables que reclama el estado sanitario de Arenales, pasando oportunamente las cuentas documentales à este Ministerio para su abono: bien entendido que solo debe hacer uso de la autorización, cuando se hayan agotado los fondos municipales y aquellos que deben reunirse por el concurso espontáneo del vecindario.
Avellaneda

Sin saber del gringo que en ese momento entraba por el camino principal y que no alcanzaría a conocer el pueblo ni reconocer a su primo, municipios como Arenales, con alrededor de 6200 habitantes, pedían ayuda al Estado luego de agotar los medios a mano. Botellas de náufragos con mensajes desesperantes que flotaban por el pastizal pampeano atadas a un chasqui, en la cajuela de una diligencia, el morral de un soldado o el bolsillo de un carretero que volvía al puerto. Más adelante, muy tarde para frenar algunas de las pestes que hubo entre 1860 y 1875, el telégrafo y el ferrocarril llegarían a la trinchera de los humanos. Sin embargo, uno aceleraba el pánico y otro, no alcanzaba para que se suba todo un pueblo en el primer viaje. El ministro de Gobierno era ágil para contestar y autorizar colaboraciones extraordinarias. Luego, la burocracia, el endeudamiento del presidente del municipio mostrando un papel firmado por un desconocido Avellaneda, sería acompañado con gritos, puteadas y golpes de puño en mostradores para que se concrete ese "pagadios" en esta vida, con dinero y no con un pedazo de tierra en la Patagonia.
Un Estado adolescente, ocupado de apaciguar el territorio y la región durante casi setenta años, se enteraba del brote de la epidemia y la observaba, sabiendo que no estaba preparado para controlarla. Registrar la llegada de barcos y los primeros conventillos eran acaso las medidas a su alcance. Al resto, a los municipios bonaerenses, les contestaba esquelas poniéndolas de nuevo en una botella con la ilusión que volviesen a esas islas, acaso oasis aldeanos en medio de la nada. La ausencia sanitaria del Estado hizo que las comisiones municipales tomaran el toro por las astas, con pocos recursos y mucho empeño. Trapos en la cabeza para bajar calenturas y hierbas que juntaban los yuyeros del pueblo para detener vómitos colaboraban tanto como un par de baldes en el incendio de una sierra. Sin embargo, los ánimos cambiaban viendo vecinos recorriendo el arroyo o las laderas de una serranía en busca de los yuyos indicados por ancianos y curanderos. Nada alcanzaba, pero mientras esperaban un milagro con forma de tropa de carretas cargadas de médicos y medicamentos que no llegaría, la quietud social era una salida del laberinto por el costado, inútil y costosa. En los tiempos del cólera, la solidaridad, amor silenciado en hombres y mujeres endurecidas desde que gateaban, solía eclipsar al horror. A las camas en las primeras mutuales con las que los extranjeros paliaron la ausencia de los gobiernos provinciales y el nacional, se sumaron las primeras internaciones en fondas y hoteles pequeños que hacían las veces de sanatorio y en la pieza del fondo, velatorio fugaz, antes de llevar el cadáver amarillento campo adentro. En ciudades grandes como Buenos Aires, la epidemia enfrentada por la gente común, trajo un alivio habitacional impensado cuando los vecinos pudientes abandonaron la zona sur para instalarse al norte. Eso equilibró, por un tiempo, cuerpos con colchones, letrinas y canillas. La aparición de conventillos en los caserones donde antes vivían diez personas y ahora sobrevivían sesenta, no tardaría en ser descubierta por otras epidemias.

 Enero, con un calor convertido en galera de seis caballos para que el cólera llegue a todos los rincones posibles, fue prolegómeno de un año que también comenzaba con la taba cayendo culo en Las Flores. La corporación municipal miraba desde la azotea del edificio más grande del pueblo y veía  parte de sus 7250 vecinos caminando rápido con alguien en brazos, trepando en una carreta para ir a un campo donde les harían un lugar, encendiendo fuegos que despedían humo de trapos antes que leña. En los días en que se conocieron los primeros casos, un juez de paz optimista, escribía al ministro Avellaneda y le relataba las medidas tomadas por esa municipalidad "para evitar en cuanto fuera posible, la propagación del flagelo". Hasta el momento, sólo habían sido 5 las defunciones y 20 los salvados. Sin embargo, añadía,
"Hoy desgraciadamente el mal ha hecho creces, según los Alcaldes y Comisiones nombradas en cada Cuartel. Han tenido lugar en el ejido de este Pueblo 7 defunciones, no obstante los esfuerzos del inteligente que la Municipalidad ha contratado para prestar auxilios prontos a los desgraciados que son atacados del mal. Esta Municipalidad no ha omitido sacrificio para prestar prontos y eficaces socorros: para el efecto ha contratado tres inteligentes, pues no hay médico recibido ni aun botica. El uno deberá atender a los atacados que se hallen a largas distancias, otro atenderá hasta un radio de tres leguas de este Pueblo, y el último será el director de un Lazareto que hemos establecido para socorrer transeúntes o aquellos que no pueden ser atendidos por sus deudos, ya porque no los tengan, o por la escasez de recursos de estos. Puedo asegurar a V.S. que las comisiones nombradas es tanto el interés y celo con que llenan sus deberes que no puede ser más satisfactorio, llegando caso en que ellos mismos han dado sepultura a algunos cadáveres, para con su ejemplo disipar ese terror que se apodera de los deudos, pues ha habido caso que una hija abandonó la madre y el Alcalde la obligó, trayéndola al lado de la infeliz atacada y con los auxilios y exhortaciones de la Comisión se consiguió que esa hija extraviada por el pánico asistiera a la madre y se logró salvarla. Ha habido la necesidad de proceder con toda energía para no consentir se propaguen hechos tan inhumanos como inmorales.

El Cuartel 4° es el que más ha sufrido por el flagelo, y sufre aun pues el día 20 el inteligente acompañado por el Alcalde y la Comisión recorrierron parte de él y encontraron nueva cadáveres y siete atacados en ese día, sin contar muchos que ya estaban mejor esos días antes. Como Ud. comprenderá al no tener botica nos hemos visto en el caso de encargar medicamentos a esa Ciudad habiéndose concluido la primera remesa se ha hecho un pedido mayor, pues creemos que el mal entra a desarrollarse con fuerza, que como dejo dicho ya lo tenemos en esta población. La Comisión del Cuartel 2° es presidida por el Alcalde, como las de los otros Cuarteles, con la doble ventaja para los que sufren que éste es inteligente en medicina y ha conseguido resultados que hablan muy alto en pró, no solo de su inteligencia sino de su abnegación y celo. El Cuartel 3° es atendido también "por otro inteligente" que, asociado a su activo Alcalde y Comisión, que en nada cede a las demás en cuanto a actividad y desprendimiento prestan los servicios más importantes a los que sufren. Los demás Alcaldes y Comisiones estimulados por el humanitario y noble proceder de los que combaten el flagelo, no omiten esfuerzo y sacrificio alguno para ponerse a la altura de las circunstancias.

La Municipalidad cree muy en breve tiempo agotar los recursos, y pide que transmita estos datos al Señor Gobernador para que se penetre de nuestras críticas circunstancias, pueda la Corporación que tengo el honor de presidir, esperar tienda su mano protectora hacia este Partido que hoy sufre tanto, auxiliándonos con los fondos que pudiera destinar a este humanitario fin; como también si posible fuera mandar un médico para este Pueblo que no tiene otro auxilio que los conocimientos limitados de los que ejercen sin títulos la medicina, que, si bien es cierto hacen cuanto en ellos está en obsequio de los afligidos, se comprende bien que eso no llena la necesidad que se siente de un facultativo para tranquilizar el espíritu de esta población que está expuesta a que se desarrolle en ella el flagelo. Esta Municipalidad afronta con decisión las circunstancias pero comprenden que sus fuerzas sin la poderosa protección del Gobierno, se agotarían y tocaría mil dificultades que harían infructuosos sus afanes y decaería el ánimo de los más celosos servidores.
Réstame saludar al Señor Ministro con mi más alta consideración.
Adolfo Leanos 

Para paliar un brote epidémico hacía falta algo más que recursos financieros, siempre escasos y más aún cuando había que gastar en insumos que la cotidianeidad no solía reclamar. No es extraño que faltasen médicos en los pueblos, por eso allí, cualquier tipo de recurso humano externo servía para aliviar la situación. Así lo entendió la Municipalidad de Dolores frente a "las circunstancias apremiantes" que imponía "el estado del Cólera". Por ello, y tomando el ejemplo de lo que sucedía en la vecina Chascomús, su presidente Modesto Fresco solicitaba al gobierno que además de poder "disponer de los fondos que se encuentran en esta Sucursal" para dar inicio "a un hospital con el título de Lazareto",
"se sirva tener a bien proporcionar para este hospital cuatro hermanas de la caridad, pues con el terror pánico que infunde esta enfermedad no se puede llenar nuestros deseos, pues las señoras que asisten hoy son por una oficiosidad y desearíamos si es posible nuestro pedido fuera lo más pronto que V.S. le permita sus eminentes ocupaciones."

Profesionales que optaban por ciudades grandes antes que ir al interior, sueldos tardíos que no tentaban travesías de los facultativos a la frontera, la peligrosidad indígena y especializarse en suturar tajos de cuchillos o curar mordeduras de serpientes sin tener que cortar un miembro del cuerpo, eran parte de la respuesta. A los inteligentes y hermanas de la caridad se sumarían los curanderos del pueblo, que conocían donde había zarzaparrilla para impurezas de sangre o verbena para las heridas, además de manzanilla para los cólicos.
En un mundo analfabeto, de trabajos manuales y duros para no tener manos de piedra que no pueden sostener una aguja y menos un bisturí, las mujeres harían frente a los cuidados, escuchando los consejos de un inteligente, como los llamaba el representante municipal de Las Flores. Inteligente es la palabra que encuentra aquel vecino para identificar al que era más rápido de pensadera, leía, tenía muchos adjetivos y verbos en el buche. Era el "avispao" del pueblo, el que organizaría y desparramaría el año próximo los cuadernillos para el primer Censo Nacional.
La aparición del primer contagio, pronto se convertía en un nudo pequeño del largo carretel  a desenredar de ese hilo de Ariadna que indicase el lugar de salida a las bacterias. Inteligentes y curanderos, además de aquellos que no medían contagios para trasladar los cuerpos hasta un lugar donde hiciesen cuarentena, eran milicos enfrentando a la gente de Calfucurá con un cuchillo de mesa. Unos días después de la primera nota al ministro Avellaneda informando los esfuerzos que esa municipalidad hacía, el mismo juez de paz, en un tono casi de derrota, le manifiesta:
"Desde el 23 de enero, fecha de mi último parte la enfermedad o epidemia reinante en este partido, ha tomado innumerables proporciones, al extremo de que los recursos de que es dado disponer a la municipalidad para combatirla están muy distantes de llenar las urgentes necesidades que demandan el angustioso estado por que atraviesa este vecindario. Agregaré que á la falta de facultativos que se siente para la asistencia del crecido número de atacados que cuenta el Partido, no hay quien quiera prestarse a prodigarles los necesarios cuidados y mucho menos a dar sepulturas a los muertos, ni aun ofreciéndoles retribución siendo en muchos casos compeler por la fuerza a que lo practiquen bien sus deudos ó patrones y respecto de los que no los tienen, aquellos más aparentes para estos servicios, único modo de poder salvar el tristísimo espectáculo y las consecuencias funestas que hubieron de seguirse de dejar los cadáveres insepultos y abandonados por los campos para servir de pasto a los animales y corromper el aire con sus fétidos.
En situaciones tan críticas el infrascrito por acuerdo de la Municipalidad insiste de nuevo en las suplicas que dirijo a Ud., a que tenga bondad de mandar para este punto y mientras dure la epidemia un facultativo recibido y los recursos con que al superior gobierno le sea posible contribuir para poder hacer frente a las infinitas urgencias del vecindario pobre de este Partido".
Adolfo Leanos


En la frontera, los médicos y los curas fueron los "especialistas de la muerte". Conocieron de cerca el desgarro que los decesos por epidemia generaban al interior de las familias. Primero el médico y luego el cura, algunas veces uno de ellos, llegaron hasta las moradas de sus propios vecinos donde algún enfermo aguardaba su presencia para modificar su suerte o estar tranquilo de que el mismo Dios lo recibiría en ese mundo desconocido y del que tanto había escuchado.
Señalaba el cura de Tandil, José Terradas:
"he procurado hacer todos los esfuerzos posibles para que reciban los feligreses de esta Parroquia los Santos Sacramentos cuando están gravemente enfermos, avisando al pueblo la gran obligación que tienen los de la familia de llamar al Cura sin esperar los últimos momentos en que privado del uso de los sentidos el enfermo no tiene ningún consuelo en este último trance salvando de este modo la responsabilidad que tienen ante Dios. [...] Á Dios Gracias poquísimos son los enfermos que fallecen en el pueblo sin recibir los Santos Sacramentos y en este debo hacer justicia a los Sres. Médicos de este pueblo los cuales tienen especial cuidado de avisar a la familia el estado grave del enfermo, y que se le proporcionen los auxilios espirituales."
En estos pueblos, brotes de epidemias como los de cólera se vivieron casi como una crisis generalizada. Ese "fantasma" que recorría la inmensidad de la Pampa, ahora deambulaba por los fangos y callejuelas del trazado. Todos intentaban escaparle, aunque nadie sabía cómo y de qué manera. Por eso, formando casi una "santa cruzada para acosarlo", médicos, municipales, curas y vecinos le hacían frente. "Desde la fecha en que empezó la epidemia", podía leerse en el periódico El Monitor de la Campaña de Exaltación de la Cruz, "le hemos visto a nuestro Cura a todas horas dispuesto a ayudar a los moribundos con tanta solicitud i buena voluntad que no dejan que desear. Para él no hay dificultad, sea de día o de noche, en el pueblo o en la campaña, siempre está pronto." Casi como un siglo atrás, cuando el mandato de los reyes los convirtió en boticarios y administradores de vacunas de sus feligreses, algunos curas de la campaña encontraron en estas coyunturas epidémicas una oportunidad para sostener su lugar de referentes comunitarios que el tránsito de las décadas venía erosionando con más fuerza.

Así lo había entendido el cura italiano, Nicolás Aquarone, quien llegó al Río de la Plata en la década de 1840 y rápidamente se convirtió en un personaje destacado en pueblos como Bahía Blanca, Carmen de Patagones o San Andrés de Giles. Los caldeados "meses del cólera" lo encontraron al frente del curato de Zárate. Desde allí escribió al vicepresidente Alsina, poniéndose a disposición para curar, esta vez los cuerpos, si era necesario:
"si estima mandarme y ordenarme con la inteligencia del Gobierno Filantrópico, el método que he visto salir muy bien con efectos certeros de curación sobre el Colera Morbus, me hare un deber de fielmente y sinceramente servirles por la verdad y la oportunidad, por si acaso, pero que Dios nos libre de los azotes, de la pestilencia, hambre y guerra."

Otros curas en cambio, vieron el momento para sumar algún aporte monetario a los escasos recursos que obtenían por los derechos parroquiales. Quizá veían en ello el recuerdo de aquel cura de su infancia aplicando a cambio de algunos pocos pesos algún remedio non santo a los paisanos de sus comarcas, en las zonas rurales de España o de los reinos de Italia de principios de siglo. Estos menesteres se realizaban a sabiendas de los vecinos pero a escondidas del ojo del obispo, que pretendía controlar todo y que prohibía a los curas cualquier tipo de actividad fuera del ministerio parroquial. Y como no hay nada que un ojo divino no vea, cayó a la parroquia de Tandil una amonestación, cuando el palacio episcopal se enteró que el cura teniente de allí, el italiano Giusepe Pardini, se estaba dedicando a la medicina:
Mi estimado Cura
Ha sabido el Sr. Obispo q su compañero y teniente luego que llegó ahí, se contrajo a curar y veo que no por caridad sino por interés. En un pueblo donde hay un médico aprobado y un Tribunal de Medicina, nadie, menos un Eclesiástico puede ejercer esa profesión. Es eso mui censurado y mui prohibido por los cánones. Cuide Ud. de ordenar a ese Sr. Pardini que se abstenga de curar los cuerpos, y espero que no será necesario más aviso q este. Federico Aneiros, secretario.

Frente a la muerte, una de las cuestiones que más inquietaba era la forma o el estado de las personas al momento de morir y su tránsito al más allá. En momentos como estos las nociones de gracia, de pecado o de eternidad cobraban materialidad en las familias. Y además de la tristeza por la pérdida de algún ser querido, podían aparecer algunos temores como -el siempre presente- temor al infierno. Desde los tiempos medievales se contaba con el purgatorio, aquel estado intermedio posterior a la muerte que permitía "preservar" por un tiempo el alma de los fallecidos, hasta tanto las oraciones y obras de caridad de sus parientes y paisanos torciesen ese camino y lograran que su alma finalmente descanse en el paraíso y no termine en las llamas por el resto de la eternidad. Esto había traído algo de alivio, pero el temor al no descanso en paz del alma fallecida, siempre aparecía. Por lo tanto, en momento de turbación como éstos, era una condición recibir el viático y sacramento de la extremaunción, si quería esquivarse el "estado del demonio". Y ese trámite y certificado, sólo el cura podía darlo.
No menos inquietante fue el estado de los cuerpos una vez enterrados y por lo mismo, de los cementerios. De allí que muchas de las acciones de las municipalidades de campaña de este tiempo se volcaron además de a la concreción de escuelas y templos, a la de cementerios. El juez de paz de Alvear, en la solicitud que hace al gobierno provincial para obtener una subvención para la construcción de una capilla y un cementerio, argumenta que
"de las personas que mueren sus sepulturas son en el medio del campo, donde es el pisoteo de las bestias. Esto es inhumano y de Pueblos poco cultos y Civilizados, así es Señor Ministro que, este justo pedido y el pensamiento altamente humanitario que encierra, creemos, será atendido por el Ilustrado Gobierno."

 Aun cuando los cementerios se concretaban, tampoco fue inusual que se hiciesen enterramientos en el campo, cerca de las viviendas o incluso en lugares naturales como cuevas o grutas, según relata el médico francés Henry Armaignac, asentado en el partido de La Lobería, cerca de las serranías de Tandil. Pero esto no podía ser sino "ofensivo a la moral pública", pues no se guardaban "las formalidades que la religión católica, las civilizaciones y la sana razón nos señalan como imprescindible".
Este conjunto de ideas que aparecen en los reclamos de municipales y vecinos, se encuadra en la difusión de las condiciones sanitarias e higiénicas de esta segunda mitad de siglo. La difusión de las epidemias, no hicieron más que favorecer el avance de una normativa cada vez más homogénea para  paliar las condiciones e intentar -a veces sin éxito- erradicarlas por completo. Pero no sólo las normas cambiaban, también se alteraron, por ejemplo, los rituales frente a la muerte: los cuerpos ya no podían pasar por la Iglesia para recibir el responso final y el cura, por lo mismo, dejaba de recibir el pago que por ello le correspondía. Esto lo recomendaron las comisiones de higiene ante la epidemia de cólera de 1868 y directamente lo prohibieron ante los brotes coléricos, de viruela y fiebre amarilla de 1871. El gobierno de la provincia solicitó a la Iglesia la mayor responsabilidad en ello y ésta elaboró un decreto en el que establecía que "Los cadáveres solo podrán ser conducidos a la puerta de los templos para hacerse el oficio de sepultura cuando no haya epidemia reinante y previo el certificado del médico de Policía o municipal de no proceder de enfermedad contagiosa. Procediendo el cadáver de enfermedad contagiosa los Curas harán el oficio de sepultura presente dicho cadáver en su mismo domicilio, no pudiendo permanecer sin inhumarse por más de veinte y cuatro horas en ningún caso. Siempre, que exista alguna epidemia reinante el cadáver será conducido directamente al cementerio desde la casa mortuoria".

Sin embargo, la autoridad eclesiástica parecía no reconocer que "el domicilio del cadáver" en la mayoría de las ocasiones se encontraba a varias leguas del templo, en los bordes de algún cuartel del partido, lo que hacía algo casi imposible contar con la presencia del cura. Y mucho menos en tiempos de peste. Esto no siempre fue respetado y más de una vez generó más de un altercado entre municipales, jueces de paz y curas. El punto de discusión parecía ser quién tenía la última palabra sobre el muerto. ¿Era la autoridad civil, que ejercía la medicina y práctica sobre el cuerpo? ¿Era la autoridad eclesiástica, que podía colaborar en el destino final del difunto hacia una eternidad de descanso o hacia otra de lamento? En este contexto, el Juez de paz de Las Flores envió una misiva al Ministro de Gobierno de la provincia, quejándose porque el cura emitía órdenes para la exhumación de cadáveres, perjudicando "el estado sanitario del Partido", al tiempo que solicitaba "el procedimiento que debía observar" para tal caso.
"El Señor Cura de este Pueblo Dn. Raimundo García en contraposición a lo dispuesto por el Superior Gobierno en circular de fecha 11 de abril está expidiendo ordenes de la Parroquia para la exhumación de cadáveres sepultados en varios parajes de este Partido que fueron muertos de del Cólera, cuyos restos solicitan los interesados sean trasladados al Cementerio de este pueblo y no habiendo accedido el que firma a varias peticiones hechas al efecto ni tampoco a lo dispuesto por el Sor. Cura referido en consideración que la práctica le ha demostrado, que aquellos restos no se hallan en un estado de disecación pues hasta se les encuentra con sus vestiduras notándoseles al mismo tiempo un olor acre y por lo tanto perjudicial y nocivo á la salud y como si se exhuma uno han de presentarse con tal objeto todos los más de quinientos sepultos, sería una remoción que tal vez traerá en esta época fatales consecuencias a este Pueblo y Partido..."

 ¿Faltaban brazos o cerebros para enfrentar las pestes? Aunque sobraban curiosos que se multiplicaban en épocas donde la economía pasaba a un segundo plano, había una raya que no todos querían cruzar. La solidaridad tiene un límite psicológico y otro real, ambos en la misma persona. Tener miedo a contagiarse, fantasear con los embates de la epidemia en el cuerpo arrastrando a una muerte cruel, era uno. El otro era el contagio a la familia de quienes no mediaban consecuencias si eran llamados por un vecino para llevar en andas a una nueva víctima hasta lo del doctor o enterrarlo. La sepultura del ser querido se llevaba, en muchas ocasiones, las últimas monedas de su familia. Ante eso, el pago de un servicio básico a los que no contasen con dinero o proponer que se hicieran cargo sus patrones como proponía el municipio de Las Flores, eran los únicos planes antes de quemar los cuerpos o que sus familias los abandonen en el campo.
En Marzo de ese fatídico 1868, el otoño trajo alivio a algunos pueblos como Saladillo, que al igual que Ayacucho contaban con algo más de 7000 habitantes desparramados en el espacio. El facultativo, también inteligente y avispao pero con un título bajo el brazo, informaba al gobierno provincial que no había nuevos casos y que el resultado final era, dentro del paisaje desolador de la provincia, digno de festejo. Sin tener más que algunos datos de los pueblos vecinos, sin registros ni curvas imaginarias que se achataran confundiéndose con la pampa, el facultativo intuía que había ganado una batalla, pírrica quizá, pero necesitaba transmitir esperanza.
El infrascripto Dr. en Medicina y Cirugía nombrado por el Superior Gobierno de la Provincia para asistir en este Partido a los enfermos del Cólera con la obligación de hacerlo gratis a los pobres de solemnidad, da cuenta haber cumplido su ministerio, por cuanto el último caso habido fue el día siete del presente mes. El que suscribe da cuenta con la conciencia íntima, de haber hecho cuanto ha sido posible con arreglo á la Ciencia, para salvar á los desgraciados que han caído bajo el peso de tan terrible enfermedad habiendo siendo favorecido por la Divina Providencia en su misión: pues solo han fenecido de los atacados del Cólera, un diez y siete por ciento, salvando por lo tanto un ochenta y tres. Habiendo finalizado su misión se permite manifestar al Señor Gobernador que ofrece sus servicios para en casos análogos u otros se digne se lo estima conveniente hacerlo con su ocupación.
Dios guíe a Ud. muchos años. Vito Sorresso

Tandil, lejos de las barracas y el riachuelo, pero con esos gringos que no dejaban de llegar, no estuvo libre de los cachetazos de las epidemias. Como si la inmigración no bastase, los porteños comenzaron a huir de la ciudad, escapando de la peste que imaginaban corriendo detrás de las carretas, aunque en realidad iba encima, abajo de una bolsa de harina o en el cuerpo de alguno de ellos. La salud no era el fuerte de aquel pueblo que, como un grandulón jugando a las escondidas, no alcanzaba a camuflarse dentro de un pequeño valle. Los colonos ayudaron a que lo encuentre el cólera, luego la fiebre amarilla y más tarde la viruela -que llegó a las tolderías cercanas como un gualicho-, la difteria y el sarampión. El doctor Fuscchini hizo magia hasta que arribó otro facultativo en la década de 1870. Como no dormía cuidando pacientes, también había fundado la Sociedad Filantrópica de la Caridad, de carácter mutual. Poco después aparecería la botica de Jaca. Dos experimentos de botica en la década del `60 habían sido clausurados por el municipio, seguramente en momento de diarreas, tos y fiebres que un ramo de hierbas de la sierra alta podían aliviar. El mayor problema, si es que se puede armar un podio de obstáculos desde el presente, era la ausencia de medicamentos, esos frascos marrones añorados por médicos obligados a convertirse en psicólogos de los deudos y del pueblo en momentos de crisis sanitarias. Un frasco era un aliado indispensable, que superaba las hierbas en la mente de algunos vecinos, especialmente los extranjeros. Aquellos se marchaban aliviados antes de haber tomado una cucharada en la que ni el mismo médico confiaba. Los nativos necesitaban soluciones prácticas, similares a las que tomaba cuando se mancaba su caballo y buscaban el revólver escondido en el ropero. El paciente con un dolor de cabeza insoportable o una pierna violeta, no aceptaba algo distinto a un sangrado. La herida en un brazo que producía fiebre desde unos días atrás, no resistía mayores tratamientos antes de ser amputada con el consentimiento y ruego del paciente.

En Tandil, como en el resto de los pueblos mencionados, faltaban casas donde guarecer un recién llegado, también algún puente, mejores caminos, un cementerio nuevo. Pero si la estructura edilicia era deficiente, la justicia dejaba mucho que desear y el aparato policial era ineficiente e inexperto, la sanidad era sólo una palabra, apenas una idea. No había algodón, que se suplantaba por algunas hierbas del lugar ni alcohol, salvo en las botellas de ginebra. Lo más parecido a un bisturí, hasta que llegó Fuscchini era un cuchillito de cocina, que un rato antes de abrir una pierna para aliviar una mordedura o una vena que estaba por explotar, había picado ajos y cebolla. Asepsia es un concepto tardío en la pampa; para muchos, el nombre de una nueva criatura en el vecindario. Un médico y un par de vecinas se animaban a amputar una pierna con un hacha, sin tiempo para lavarla después de cortar unos palos para hacer un corral. Así, aquella hacha confundida, un día cortaba mimbres y al siguiente una pierna, pero más tarde partiría una cabeza indígena o la de un borracho si se asomaba en la ventana de una vivienda. En ese desierto sanitario, el armario del médico era más valioso que la caja fuerte del almacén de los Gardey. Aceite de hígado de bacalao, hierro para fortalecer a los debilitados, purgantes y magnesio, píldoras de Bristol para entonar el estómago eran oro en polvo, guardados bajo siete llaves en un aparador de vidrio labrado que había llevado el doctor desde el living de su casa al consultorio. Las novedades del pequeño mueble, al comenzar 1870, eran un remedio contra la sífilis y la gonorrea, que contenía nitrato de plata, opio y hasta morfina.
El pueblo había crecido. Un año antes del censo nacional sumaba 4870 habitantes, la mitad asentada en la zona rural. Transitaba ese momento en que alguien no es chico pero tampoco adulto. Las autoridades esperaban llegar a quince mil habitantes en el próximo conteo, pero el pueblo era como una cocina de rancho, entra una mosca y salen dos, otras vuelven a entrar y varias mueren de un golpe de repasador certero sobre las tablas de la mesa. La llegada de inmigrantes empujaba los números hacia arriba y la salud volteaba las cifras como castillos de naipes. Caían las cartas con figuras de criaturas y ancianos, al menos en los momentos en que el castillo se derrumbaba por una gripe o una fiebre amarilla y no por un malón. En este último caso, se caían los caballos de la fila del medio, quedando las sotas que usan pollera y lavan la ropa en el arroyo. Los peones, hoy de bombacha en una jineteada y mañana con un blusa azulina y un quepi agujereado, intentaban irse a las tolderías lejanas para estirar sus edades, donde irónicamente los trataban mejor que si se cruzaban en los alrededores de un fortín.

Hacía tiempo que los catrieleros relajados en el paraguas político que brindaba mendigar una carretada trimestral de vicios en el Azul, mateaban sentados encima de un volcán. Faltaba saber cuánto tardaría la lava en quemarles el culo y venirse sierra abajo.            El ejército había vuelto de Paraguay, encontrando un presidente con una mano dura y con la otra libre para intentar civilizar esa zona bárbara, que incluía a los catrieleros pero también los milicos de los fortines, a mitad de camino entre ambas. Nadie quería hablar de lo que veía. Los gringos seguían llegando, zapateando encima de las tumbas colectivas que dejó como recuerdo la última epidemia. En 1871 alguien comenzó a enlazar la idea de gringos con masones y éstos, con ataques a Dios, lo que llevaba a deducir a cualquier criollo, sin ser nieto de Aristóteles, que las pestes eran un castigo divino a los gringos que ligaban todos los tandilenses. Era más sencillo comprender una idea compleja como aquella que  unir la pérdida de sus puestos de trabajo con el tornado económico iniciado en una Inglaterra fabril que volaba techos de estancias, vacas, sombreros y lazos, pero no tocaba las ovejas.

Sin mayor aspaviento, Tandil hacía realidad el sueño alberdiano, despreocupado en épocas buenas, con un puñado de vecinos cuando se quemaba un rancho o se desbordaba el arroyo. Aunque era una aldea, su vecindario pujaba para ser pueblo. Poniéndose en puntas de pie y ensanchando los hombros que apretaban las sierras como un saco chico, tenía un andar lento, medieval, que alteraba pocas veces a lo largo del año y de la vida misma del caserío. Su dinámica era la de un hormiguero. Algunas veces un puñado de personas corría alertado por gritos de un almacenero, pero antes de llegar adivinaban que se trataba de dos borrachos tirando cuchillazos al aire. Otras veces, con menos vértigo que miedo, supo soplar un viento que comenzaba despacio en la casa de Fuscchini y se convertía en un vendaval que en vez de Zonda se llamaba fiebre amarilla. Ese, se llevó más almas que ramas, baldes y boinas. En esos casos el vecindario salía envalentonado de sus ranchos, pero al acercarse a un problema que tenía paños mojados en la cabeza y manchas en la piel, comenzaba a tirar de los cueros de su valentía y frenaba, especulaba sobre un contagio que dejaba cinco chicos sin padre o una madre sin esposo. Salía medio hormiguero pero a lo de Fuscchini llegaban pocas hormigas, las obreras, esas que juntaban palitos todo el año y les daba lo mismo ocho que ochenta. En los almacenes, el rumor de que en los primeros meses de 1871 la fiebre amarilla había matado más de 13000 personas en la ciudad de Buenos Aires, sacudió los espíritus de las comisiones vecinales que acompañaban el esfuerzo del médico, el de los curas encargados del cementerio, el de las familias de los que ya habían muerto con el cólera.           
El poder estatal que le correspondía a un pueblo, se desparramaba en comisiones vecinales que hoy juntaban dinero para faroles, mañana para hacer una capilla, pero pasado para una epidemia. Y así, el pueblo mejoraba. Ese era el progreso que pocos veían hasta que lo necesitaban. El progreso era algo que algunos disfrutaban y otros no alcanzaban a usarlo antes de perecer, ya por estar lejos de un pueblo pujante como Tandil o ser un desgraciado al que nadie le fiaría ni un azufre para sacarse de encima los parásitos. Si en la procesión a la frontera el ejército iba adelante, unos pocos criollos y muchos gringos detrás y el cura con su sotana remendada conversando con un médico recién recibido cerraban la fila, el progreso llegaba unos años después, cuando la línea de la frontera estaba más lejos. El progreso era ese buscador de oro que regresaba del final del arco iris al que la gente esperaba sabiendo que en el cofre que había encontrado no había nada para ellos. ¿Cómo no iban a acudir los paisanos pobres o alejados del pueblo a las tolderías o a cualquier vecino que supiese algo de curaciones con yuyos? Un chamán o una machi escayolaban una fractura y hasta hacían diagnósticos con cánulas vegetales que introducían en el estómago para ver las secreciones y de ahí deducir qué órgano andaba fallando.

Ello explica la presencia de 400 personas acudiendo cada día al rancho hospital de Solané desde fines de noviembre de 1871. Su sapiencia y popularidad que acarreaba desde Tapalqué y Azul, se sumaban a la fiebre de vómitos negros que acababa de irse. Sin saberlo, sin políticas públicas, sin saber leer, la gente llegaba instintivamente a ese topónimo llamado prevención. Pero aquel amontonamiento social inquietaba a Fuscchini y a las autoridades municipales. Cuando llegaron los primeros calores recordaron las pestes de años anteriores y prohibieron, desde mediados de diciembre, la masividad en torno al rancho hospital de Tata Dios, en campos de Ramón Gómez.
La vida en la pampa decimonónica era parecida a una doma. El ideal del jinete era que se canse el caballo antes de que lo tire. Muchos criollos pobres, al pisar la adolescencia, aceptarían que los tire pero también les pise la cabeza para ahorrarse una década postrados o diciendo bolazos en la puerta del rancho. Para medio pueblo, incluyendo a las mujeres, no existía la opción de no subir al caballo. Los pudientes se subían a pingos domados por aquellos, sin saber cuántos habían quedado en la intención.
Enfermarse, curarse o no, morir, ser asistido por un cura en las últimas horas o delante de una cruz torcida en una tumba que hicieron algunos vecinos con pañuelos en la boca y sudando la gota gorda abajo de una boina o un sombrero gastado, era un aspecto del horror en los tiempos del cólera. Pero también de un amor apenas bosquejado que flotaba en ranchos con piso de tierra donde entraban mujeres cargando baldes y trapos, el inteligente dando ánimo con su presencia, un cura que forzaba sonrisas y apretaba puteadas cuando se iba una madre de niños que gateaban entre muebles escasos y pucheros mal disimulados de un marido que se negaba a llorar.

 

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Fuentes utilizadas:

- Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, "Dr. Ricardo Levene". Fondo Ministerio de Gobierno (año 1868: Ayacucho, Dolores, Gral. Alvear, Las Flores, Saladillo, Tandil, Zárate).

-Archivo Histórico Parroquia Santísimo Sacramento (Tandil). Años: 1868 y 1871.

-Periódico El Monitor de la Campaña (Exaltación de la Cruz). Año: 1871.

-Germán Segura: "Tesis: Cólera morbus epidémico", Facultad de Medicina, Buenos Aires, Imprenta del Plata, 1868.

Bibliografía utilizada

-Maximiliano Fiquepron: "Los vecinos de Buenos Aires ante las epidemias de cólera y fiebre amarilla (1856-1886)", Revista Quinto Sol, vol. 21, Nº 3, Santa Rosa, 2017.

-Maximiliano Fiquepron: "Lugares, actitudes y momentos durante la peste: representaciones sobre la fiebre amarilla y el cólera en la ciudad de Buenos Aires, 1867-1871", Revista Historia, ciencia, saude-Manguinhos vol. 25, Nº 2, Rio de Janeiro, abril-junio, 2018, pp. 335-351.

 

Bibliografía recomendada:

-AA.VV.: "El cólera en la Argentina", Revista Todo es Historia Nº 286, 1991, pp. 12-49.

-Laura Rodríguez; Dolores Rivero y Adrián Carbonetti: "Convicciones, saberes y prácticas higiénicas argentinas en la segunda mitad del siglo XIX: sus condiciones de posibilidad en los estudios de las epidemias de cólera, 1868, 1871 y 1887", Revista Investigaciones y Ensayos Nº 66, 2018. https://ri.conicet.gov.ar/bitstream/handle/11336/89270/CONICET_Digital_Nro.ce40c96a-96d2-4005-b6e7-4025f25f4847_G.pdf?sequence=8  

 

 

Los autores

Doctores en Historia. Docentes e investigadores del Instituto de Estudios Histórico-Sociales y la Facultad de Cs. Humanas (UNCPBA) y del Instituto de Geografía, Historia y Ciencias Sociales del CONICET.

 

 

Imágenes

Las mismas son ilustrativas del espacio y la sociedad rioplatense del siglo XIX, no del contexto particular que trata el texto, debido a que no hay imágenes sobre lo sucedido durante el período y espacio en cuestión.

Pueden elegirse libremente las que deseen/necesiten.

 

Créditos. Archivo General de la Nación (AGN)

01: Guitarreada y baile, siglo XIX.

02: Jinetes en la pampa s/d, fines del siglo XIX

03: Trabajadores rurales en un descanso, fines del siglo XIX

04: Payador

05: Riña de gallos, fines del siglo XIX.

06: Buenos Aires. Hospital Pirovano, sala de mujeres, fines del siglo XIX.

07: Tropero, fines del siglo XIX

 

Otra:

08: Portada de la tesis de Germán segura sobre el cólera morbus (1868)

 

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