Opinión
29/08/2018
"La gran ansiedad (muy propia del hombre) de una conciencia que se despierta a la reflexión, en un universo oscuro en el que la luz necesita siglos y siglos para llegar, un universo que todavía no alcanzamos a comprender, ni a saber que es lo que nos pide". Teilhard de Chardin
por
Juan Ángel Alvarado
Hay momentos, instantes, ráfagas, fugacidades de la
existencia en la cual, nos surge la ineludible impronta de compartir algunas
cuestiones que más allá de las reflexiones o críticas, conllevan el profundo
sentimiento del estado más supremo de nuestra alma: amor sin avidez.
Con esa
intención seguiré las inspiraciones y sugerencias del filósofo español José
Ortega y Gasset.
La alta
estima en que se tiene al minuto, la
prisa, cual primordial causa de nuestra forma de vida, es sin duda, el enemigo
mas peligroso de nuestra alegría, nos sugiere el escritor y poeta alemán
Hermann Hesse.
Hablan
los hombres hoy, a toda hora, de la ley y del derecho, del estado, de la nación
y de lo internacional, de la opinión pública y del poder público, de la
política buena y de la mala, de pacifismo y belicismo, de la patria y de la
humanidad, de justicia e injusticia social, de colectivismo y capitalismo, de
socialización y de liberalismo, de autoritarismo, de individuo y colectividad,
etc., etc. Y no solamente hablan en el periódico, en la tertulia, en el café,
sino que, además de hablar, discuten. Y no sólo discuten, sino que combaten por
las cosas que esos vocablos designan. Y en el combate acontece que los hombres
llegan a matarse los unos a los otros. Sería una inocencia suponer que en lo
que se acaba de decir hay alusión particular a ningún pueblo determinado. Sería
una inocencia, porque tal suposición equivaldría a creer que esas faenas
truculentas quedan confinadas en territorios especiales del planeta; cuando
son, más bien, un fenómeno universal y de extensión progresiva, del cual serán
muy pocos los pueblos europeos y americanos que logren quedar por completo
exentos, incluyendo otras regiones del planeta. Sin duda, la feroz contienda
será más grave en unos que en otros y puede que alguno cuente con la genial
serenidad necesaria para reducir al mínimo el estrago. Porque este, ciertamente,
no es inevitable, pero si es muy difícil de evitar. Muy difícil, porque para
evitarlo tendrían que juntarse en colaboración muchos factores de calidad y
rango diversos, magníficas virtudes junto a humildes precauciones.
Una de
esas precauciones, imprescindible, si se quiere que un pueblo atraviese indemne
estos tiempos atroces, consiste en lograr que un número suficiente de personas
en el, se den bien cuenta de hasta que punto todas esas ideas -llamémoslas
así-, todas esas ideas en torno a las cuales se habla, se combate, se discute
son grotescamente confusas y superlativamente vagas.
Se habla, se habla de todas esas
cuestiones, pero lo que sobre ellas se dice carece de la claridad mínima, sin
la cual la operación de hablar resulta nociva. Porque hablar trae siempre
algunas consecuencias y como de los susodichos temas se ha dado en hablar mucho
-desde hace años, casi no se habla ni se deja hablar de otra cosa-, las
consecuencias de estas habladurías son, evidentemente, graves.
Una de
las desdichas mayores del tiempo es la aguda incongruencia entre la importancia
que al presente tienen todas esas cuestiones y la tosquedad y confusión de los
conceptos sobre las mismas que esos vocablos representan.
Nótese
que todas esas ideas -ley, derecho, justicia social, internacionalidad,
colectividad, autoridad, libertad, justicia social, etc.-, cuando no lo
ostentan ya en su expresión, implican siempre, como su ingrediente esencial, la
idea de lo social, de sociedad. Si esta no está clara, todas esas palabras no significan
lo que pretenden y son meros aspavientos. Ahora bien; confesémoslo o no, todos,
en nuestro fondo insobornable, tenemos la conciencia de no poseer sobre esas
cuestiones sino nociones vagarosas, imprecisas, necias o turbias. Pues, por
desgracia, la tosquedad y confusión respecto a material tal no existe solo en
el vulgo, sino también en los hombres de ciencia, hasta el punto de que no es
posible dirigir al profano hacia ninguna publicación donde pueda, de verdad,
rectificar y pulir sus conceptos sociológicos.
Más
aún: no sólo no logran darnos una noción precisa de que es lo social, de que es
la sociedad, sino que, al leer esos libros, descubrimos que sus autores -los
señores sociólogos- ni siquiera han intentado un poco en serio ponerse ellos
mismos en claro sobre los fenómenos elementales en que el hecho social
consiste.
Si esto
pasa con los maestros del pensamiento sociológico, mal puede extrañarnos que
las gentes en la plaza pública vociferen en torno a estas cuestiones. Cuando
los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse
suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es, gritan. Y el grito es
el preámbulo sonoro de la agresión, del combate, de la matanza. Dove si grida
non è vera scienza, decía Leonardo, lo que significaba: donde se grita no hay
buen conocimiento.
He aquí
como la ineptitud de la sociología, llenando las cabezas de ideas confusas, ha
llegado a convertirse en una de las plagas de nuestro tiempo. La sociología, en
efecto, no está a la altura de los tiempos, y por eso los tiempos, mal
sostenidos en su altitud, caen y se precipitan tal la profunda sugerencia del
maestro madrileño Ortega y Gasset.
Hoy
casi todo el mundo está alterado, y en la alteración el hombre pierde su
atributo más esencial: la posibilidad de meditar, de recogerse dentro de sí
mismo para ponerse consigo mismo de acuerdo y precisarse que es lo que cree; lo
que de verdad estima y lo que de verdad detesta. La alteración le obnubila, le
ciega, le obliga a actuar mecánicamente en un frenético sonambulismo.
Cada
uno de nosotros esta siempre en peligro de no ser si mismo, único e
intransferible que es. La mayor parte de los hombres traiciona de continuo a
ese si mismo que esta esperando ser, y para decir toda la verdad, es nuestra
individualidad personal un personaje que no se realiza nunca del todo, una
utopía incitante, una leyenda secreta que cada cual guarda en lo más hondo de
su pecho. Se comprende muy bien que Píndaro resumiera su heroica ética en el
conocimiento imperativo genoivo w. vj eidiv que quiere decir "llega a ser el
que eres".
La
historia nos cuenta de innumerables retrocesos, de decadencias y
degeneraciones. Pero no está dicho que no sean posibles retrocesos mucho más
radicales que todos los conocidos, incluso el más radical de todos: la total
volatización del hombre como hombre y su taciturno reingreso en la escala
animal, en la plena y definitiva alteración. La suerte de la cultura, el
destino del hombre, depende de que en el fondo de nuestro ser mantengamos
siempre vivaz esta dramática conciencia y, como un contrapunto murmurante en
nuestras entrañas, sintamos bien que sólo nos es segura la inseguridad.
Para
concluir con este clima de incertidumbre propio de nuestra época, quisiera
recordar aquello que el filósofo argentino Jorge García Venturini nos planteaba
al pasar: la pregunta acerca del fin de los tiempos resulta absolutamente
inevitable. Intentar eludirla puede ser una justificada necesidad de evasión,
más no una actitud científica y responsable. Por el contrario, solamente una
meditación a fondo sobre estos temas puede atribuir a superar las amenazadoras
perspectivas. Por lo demás, sólo el hecho de que la pregunta tenga vigencia es
suficiente para trastornar el habitual y secular quehacer de los hombres. Porque
lo que importa y es gravísimo, en definitiva, no es que acontezca el fin de los
tiempos (¿quién podría lamentarlo luego?) sino que pueda acontecer, sino
simplemente. Y esto es de lo que no caben dudas.
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