28 de octubre de 2016
por
Elías El Hage
Lo del fulbito no tiene regreso: el que se perdió de jugarlo, se salteó una parte de su infancia, o de su juventud. Es como no haber ido a un asalto, como no haberse colado en la cancha, como no haberse hecho nunca la rata. Son pecados que no se perdonan ni con quinientas oraciones. Ahora sí. Vamos a la historia que empieza con una frase límite de la época. Un condicionante típicamente femenino.
-"Ernesto,
elegí: el fulbito o yo".
Hay en el universo varonil pasiones inexplicables que las mujeres nunca entenderán. Es más: ni siquiera los hombres las entendemos. Pero ahí están, forman parte de nuestra vida. Una de esas pasiones es el fulbito. Suele decirse que el fulbito nació como la versión juguete del fútbol. Se trata de una disquisición superficial. ¿A quién puede importarle la génesis de ese mueble de cuatro patas y 22 muñequitos de plomo? ¿Qué le podía importar a Ernesto Palacios aquel invierno de 1982 que su novia de entonces lo pusiera contra el paredón y profiriera esas desmesuradas palabras (el fulbito o yo), suponiendo que él iba a traicionar una pasión que jamás lo defraudaría, el fulbito, por esa otra pasión, las mujeres, cuyo deseo, por más calcinante que fuera, estaba destinado a perecer?
Se dirá que nada importante podía esperarse de esos grandulones que estaban hasta el amanecer con la cintura encorvada, frenéticos, de cara al fulbito. Es cierto. Pero resulta dable explicar en qué consistía el sortilegio. Para empezar hay que decir que jugarlo era muy barato. La pelotita fundante era de madera y un jugador experto sabía de la importancia de la caída, por lo tanto cada fulbito tenía su secreto. Era vital el manejo del centrofoward, un muñeco gordito que, si el jugador era diestro, podía volver loca a la defensa con dos jugadas clásicas y mortíferas: la media vuelta tras la pisada sobradora y ruidosa, o el amague hacia un lado y el posterior remate al arco. Había códigos: un jugador de ley sabía que no debía incurrir en esas chambonadas que cometían los papanatas maltratadores del fulbito: el grosero remolino y, también, el gol de "cachufla", que era el tanto que se convertía como consecuencia de mover arrítmicamente al jugador para embocarla en el arco contrario por obra de un rebote.
Aquel atardecer, Ernesto Palacios registró que su novia lo estaba esperando para que le respondiera el temerario chantaje nacido del hartazgo. Pero él se había hecho un adicto al metegol y no le importaba otra cosa que jugar de manera compulsiva y en yunta con Raúl Echegaray, su compañero de juego, quien en ese entonces regenteaba El Escarabajo, un recordado negocio de libros y revistas. Se trataba de una pareja invencible apodada Los Kirintimpayos y aquella noche en los Jueguitos de Pinto los muchachos se aprestaban a saldar -y ganar- la memorable final del campeonato contra Adriano Ceccón y Daniel Dicósimo, binomio que llevaba el esotérico nombre de The Tatú Boys, como bien lo reflejara en su crónica de la época el periodista Juan Carlos Gargiulo.
Todas las señoritas que merodeaban a estos caballeros sabían que sus derechos terminaban en la puerta de los Jueguitos y no había mujer que se atreviera a cruzar esa frontera vedada al rouge y la permanente. Por lo tanto, pensaba Ernesto, tenía que ingeniárselas para llegar al local atiborrado de flipers y metegoles, como si el lugar fuera un territorio talibán vedado a la cosmogonía femenina.
A las 19,30 Raúl Echegaray tomó por San Martín y cuando estaba llegando a Calzados Alteza vio el espectro en guardia de la novia de Ernesto, plantada como una estatua frente a la zapatería. Entonces, desesperado, dio media vuelta y encaró para el correo. El despachante, perplejo, tomó nota del telegrama colacionado que el recién llegado pidió fuera enviado en ese mismo instante. Cinco minutos después el telegrama estaba en el escritorio del actual Director de Cultura, quien al verlo perdió el habla del jabón que se pegó pues supuso que su patrón, Bader, lo había despedido del trabajo. Leyó el texto con el corazón en la mano: "CUIDADO - MOROS EN LA COSTA - NO ME FALLE GRAN FINAL EN MINUTOS - FULBITO O MUERTE", y al pie la firma de su compañero de metegol.
Palacios espió a su novia plantificada en la vereda de Disco y Libro (el negocio del Pibe Techeiro) y sintió que no tendría modo de forzar el raje. Entonces Dios le mandó a su Ángel de la Guarda. Porque de la nada apareció la chata del cartonero Alcántara, que venía recogiendo las cajas que los comerciantes dejaban en la vereda. Cuando se detuvo en Alteza a Ernesto lo asaltó la idea demencial y ahí nomás juntó coraje y solicitó la gauchada. Alcántara sonrió, levantó un muro de cajas sobre el cordón y así estuvo durante los diez segundos que el otro necesitaba para burlar a su carcelera. Luego el caballo salió al trotecito y completó la Vuelta al Perro. Entonces Ernesto Palacios asomó la cabeza por entre la pila de cartones y asumió que entre el fulbito y la novia ya había tomado una decisión irrevocable.
Saltó de la chata, agradeció a su salvador y se metió en los Jueguitos como si estuviera entrando al mismísimo paraíso, puesto que si el paraíso alguna vez existió uno podría imaginarlo así: con el Cine Americano en una esquina, al lado la librería de don Antonino Pellitero y a la vuelta aquel fulbito con muñequitos de plomo donde uno pasó los mejores años de su juventud.
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